sábado, 13 de noviembre de 2010

causas del desempleo

 

La culpa del paro es de los trabajadores

En épocas de crisis, la caída de los beneficios afecta al conjunto de cada empresa, pero los que pierden el trabajo suelen ser los más débiles. Quizá sea hora de plantearse reducir los sueldos de los altos ejecutivos

LOURDES BENERÍA Y CARMEN SARASÚA 24/11/2009

Tres hoteles de la cadena Hyatt Hotels Corporation de Boston, en Estados Unidos, despidieron recientemente a casi 100 trabajadores de la limpieza, que cobraban 15 dólares por hora y tenían seguro médico, en su mayoría mujeres negras e inmigrantes, que llevaban 20 años en la empresa. A través de una empresa de trabajo temporal, Hyatt ha contratado a nuevas limpiadoras a 8 dólares la hora y sin seguro médico. A las despedidas se les encargó enseñar gratis a quienes iban a reemplazarlas, que les fueron presentadas como sustitutas para vacaciones. La empresa alega que la crisis ha reducido sus beneficios y les obliga a tomar esta medida. Las trabajadoras denunciaron el despido a un sindicato, que ha organizado una formidable campaña de boicoteo a la empresa, a la que exige readmitir a los despedidos. A la campaña se han sumado desde la Asociación de Taxistas de Boston a organizaciones profesionales que están dejando de utilizar estos hoteles, respaldados por el propio gobernador de Massachusetts y el Ayuntamiento de Boston.
La noticia no es que se despida a trabajadores en tiempos de crisis. Ni que se despida a trabajadores veteranos y formados y se les reemplace por jóvenes sin formación. Tampoco es nuevo el secretismo en los despidos, ni obligar a quienes van a perder su trabajo a enseñar gratis a quienes les reemplazan. Lo novedoso es que frente a unos despidos se levante una ola de indignación que ha llegado a los políticos y al mundo académico. La International Association for Feminist Economics (IAFFE) afirma que si la empresa trataba de reducir costes para compensar la caída de beneficios hubiera conseguido una reducción mayor recortando un 1% los salarios de los altos ejecutivos que despidiendo a 100 de los empleados peor pagados.
En todos los países se aprecia un rechazo creciente a las enormes diferencias de ingresos entre los ciudadanos, que con frecuencia no responden a la cualificación ni al trabajo realizado. En España es fácil encontrar titulares denunciando El sueldo escandaloso de los banqueros. En EE UU, sus desorbitantes primas han llevado a The New York Times a afirmar que "no tienen vergüenza". También los salarios de los altos ejecutivos han generado un debate nacional, culminando con el anuncio del Gobierno de Obama de limitar el sueldo de 175 personas que dirigen empresas rescatadas por el Gobierno. El rechazo social a estos ingresos escandalosos no debería quedarse en una censura coyuntural. La crisis hace políticamente inaceptable la miseria creciente, las desigualdades en las rentas y en el nivel de vida de las personas. Unas desigualdades que durante las últimas décadas de políticas económicas neoliberales han aumentado, no disminuido, como nos prometieron. En nuestra opinión, la indignación contra las diferencias abismales no debe taparse ni desactivarse, sino, al contrario, convertirse en una oportunidad para repensar cómo explicar las desigualdades.
¿Cómo se asignan los salarios? ¿Cómo se decide lo que cobra la gente -los directivos de bancos y empresas, los empleados, los políticos? Una rápida ojeada a cómo ha explicado la Teoría Económica la formación de los salarios desde hace 250 años muestra una combinación de conceptos primarios que seguimos oyendo cada día en boca de los representantes de la patronal y de instituciones del Estado: hay que abaratar el despido, reducir los subsidios al desempleo, bajar los salarios y las cotizaciones a la Seguridad Social, los convenios colectivos y las cotizaciones son los culpables de que no se contrate más... Aunque estos argumentos tienen sentido bajo ciertas circunstancias, es importante que analicemos la teoría que los justifica.
La primera teoría con la que se explicó la formación de los salarios fue la de los "salarios de subsistencia", sostenida por Malthus a finales del siglo XVIII, y por Ricardo a principios del XIX. Para el párroco Malthus, los trabajadores debían recibir unos salarios equivalentes a lo necesario para cubrir sus necesidades básicas. Cuando se les pagaba de más tenían más hijos, en pocos años aumentaba la oferta de trabajo, había más trabajadores que empleos, y la ley de la oferta y la demanda hacía que los salarios cayesen, provocando hambre y mortandad. Esta visión fue rechazada más tarde por Marx, para quien el que hubiera más trabajadores que empleos no sólo no era negativo para el capitalismo, sino que era lo que garantizaba sus beneficios, al constituirse en un ejército de reserva de fuerza de trabajo que permitía al patrono reemplazar a los trabajadores por otros más baratos. Sólo la negociación colectiva y la unión de los trabajadores en sindicatos podían contrarrestar el juego.
A finales del XIX, y en su afán por justificar la desigualdad salarial, la revolución marginalista explicó el salario como equivalente a la "productividad marginal" del trabajo. Es decir, los salarios igualaban el valor del producto neto que producían, y el desempleo era el resultado de que los trabajadores "costaban" más de lo que "valía" su productividad. En otras palabras, ganamos lo que vale nuestro trabajo. Si los directivos ganan mil veces el salario medio es porque producen mil veces el valor que nosotros producimos. ¿Que han arruinado a su empresa y perdido el dinero de los inversores... y siguen ganando mil veces más que usted? Aun así, dirá un economista ortodoxo. Naturalmente que la crisis económica disminuye el valor del producto marginal de los trabajadores, pero también el de los ejecutivos. La producción de una empresa representa el esfuerzo de muchos trabajadores. ¿Cómo distinguir entre los "productos marginales" de cada uno? Como en el caso de las limpiadoras de los hoteles Hyatt, las pérdidas son del conjunto de la empresa, pero quienes pierden el empleo suelen ser los más débiles.
Además, la teoría económica ortodoxa ignora lo que Lester Thurow ha llamado "the sociology of wage determination", los factores sociales y políticos que afectan a la remuneración del trabajo, como la existencia de sindicatos, las políticas de promoción de las empresas, o los salarios mínimos. Por el lado del capital, el acceso privilegiado a la información y a relaciones con las élites económicas y políticas, y los privilegios heredados, benefician su capacidad de negociación y sus múltiples fuentes de ingresos. La teoría económica tampoco explica por qué las mujeres y los negros (hombres y mujeres) ganan siempre menos que los hombres blancos. Porque el valor de lo que producen es menor, dirá un economista ortodoxo. Ellas han decidido estudiar menos y en consecuencia están peor formadas, o trabajan menos horas, o insisten en emplearse en sectores menos productivos. Estas explicaciones economicistas prefieren ignorar el racismo, las normas patriarcales o la profunda desigualdad de oportunidades entre grupos sociales.
En definitiva, la teoría económica al uso prefiere no tener en cuenta las diferencias de poder entre trabajadores, y entre éstos (que aceptan lo que les ofrecen porque su subsistencia depende de ello) y el capital (que impone sus condiciones puesto que puede no ofrecer el empleo). Si usted fuera más productivo ganaría más. Las injerencias de sindicatos o gobiernos sólo empeoran las cosas: a cambio de que unos pocos ganen más muchos perderán su empleo, o muchas empresas cerrarán, incapaces de hacer frente a los costes. Sobre los salarios que se asignan a sí mismos estos ejecutivos, directivos, empresarios, sobre cómo pactan sus primas, bonus, incentivos, blindajes, exenciones fiscales..., silencio.
La teoría económica lleva 200 años explicando la asignación de salarios como un proceso eficiente; intentando convencernos de que hay que dejar actuar al mercado. Pero la crisis económica nos está invitando a dudar de ella. La imposición de límites salariales a algunos ejecutivos por parte del Gobierno de Obama plantea el debate de qué consideramos un "salario justo". Entidades financieras como Credit Suisse están cambiando sus formas de pago y ejecutivos como Kenneth D. Lewis, del Bank of America, renuncian al sueldo (aunque cobrará 60 millones de dólares cuando se jubile en diciembre). No es que estas propuestas solucionen nada, pero reflejan la presión social. Si las empresas fueran más democráticas, los trabajadores podrían negociar y sugerir cambios sin tener que depender del Estado para proteger su empleo y su salario. Las directivas de organizaciones como la OIT son también un punto de partida para un mundo laboral más justo. Si dejamos de considerar aceptables las desigualdades brutales, si dejamos de aceptar que los salarios reflejan lo que vale nuestro trabajo, si presionamos como ciudadanos para que nuestros gobiernos asuman el objetivo político de un trabajo digno para todos, esta crisis se habrá convertido en oportunidad. En todo caso, estos esfuerzos deberán incluir el objetivo de reconstruir una teoría económica fosilizada.
Lourdes Benería es profesora de Economía en la Universidad de Cornell y Carmen Sarasúa es profesora de Historia Económica en la UAB.

lunes, 18 de octubre de 2010

sobre la felicidad

Want to be happy? Don't live in the UK
UK and Ireland are the worst places in Europe for quality of life – and France is the best – new study finds
·                            Mark King
·                            guardian.co.uk, Wednesday 22 September 2010 11.33 BST
Miserable weather, not enough holidays, and lower life expectancy ... why live in the UK? Photograph: Gerry Penny/EPA
The UK and Ireland have been named as the worst places to live in Europe for quality of life, according to research published today.
The UK has the 4th highest age – 63.1 – at which people choose or can afford to take retirement, and one of the lowest holiday entitlements. Net household income in the UK is just £2,314 above the European average, compared with £10,000 above average last year, falling behind Ireland, the Netherlands and Denmark.
UK workers enjoy a week less holiday than the European average and three weeks less than the Spanish, while the UK's spend (as a percentage of GDP) on health and education is below the European average and UK food and diesel prices are the highest in Europe. Unleaded petrol, electricity, alcohol and cigarettes all cost more than the average across the continent.
Ireland has the lowest numbers of hours of sunshine, the second lowest government spend on health as a proportion of GDP and the second highest retirement age of 64.1.
If that's not bad enough, France, Spain, Germany, Holland, Sweden and Italy all enjoy a longer life expectancy than the UK, according to uSwitch.com's latest Quality of Life Index.
The study examined 16 factors to understand where the UK sits in relation to nine other major European countries. Variables such as net income, VAT and the cost of essential goods, such as fuel, food and energy bills, were examined along with lifestyle factors, such as hours of sunshine, holiday entitlement, working hours and life expectancy.
France took the top spot for the second year running, despite families earning an annual net income of only £32,766 – £4,406 below that of the UK. In fact, the UK scores well in several categories (such as low VAT, decent pay and reasonable working hours) making its overall ranking surprising.
uSwitch explained that it did not give each individual factor a standardised weighing because each category has "different levels of importance to each individual". It said the UK's investment in health and education – or lack of it – had a significant impact on its score in the index.
France enjoys the earliest retirement age (joint with Poland), spends the most on healthcare (11% of GDP) and has the longest life expectancy in Europe at 81.09 years. Its workers also benefit from 36 days holiday a year – compared with just 28 in the UK – and it comes only behind Spain (second in the rankings) and Italy for hours of sunshine.
Ann Robinson, director of consumer policy at uSwitch.com, said: "Last year compared with our European neighbours we were miserable but rich, this year we're miserable and poor. Whereas some countries work to live, UK consumers live to work. The picture looks bleak for British consumers, with confidence crumbling as the reality of the government's deficit reduction starts to bite. But for those of us who decide to stick it out and ride the storm, there will be no choice but to batten down the hatches.
"There are positive signs that consumers are already cutting back, curtailing spending and trying to clear outstanding debt, but more could be done. Taking control of our household finances may be the only way we can steer through these turbulent times until we reach a point where we can start to see our quality of life improve."

martes, 28 de septiembre de 2010

informarse cuesta

Informarse cuesta por Ignacio Ramonet
Editorial del primer número de la edición española de Le Monde diplomatique (Noviembre de 1995)
La prensa escrita está en crisis. En muchos lugares está experimentando un considerable descenso de difusión y una grave pérdida de identidad y de personalidad. ¿Por qué razones y cómo se ha llegado a esta situación? Independientemente de la influencia, real, del contexto económico y de la recesión, nos parece que las causas profundas de esta crisis hay que buscarlas en la mutación que han experimentado, en los últimos años, algunos conceptos básicos del periodismo.
En primer lugar, la misma idea de la información. Hasta hace poco informar era, de alguna manera, proporcionar no sólo la descripción precisa –y verificada- de un hecho, un acontecimiento, sino también un conjunto de parámetros contextuales que permitieran al lector comprender su significado profundo. Era responder a cuestiones básicas: ¿Quién ha hecho qué?, ¿con qué medios?, ¿dónde?, ¿por qué?, ¿cuáles son las consecuencias?
Todo esto ha cambiado completamente bajo la influencia de la televisión, que hoy ocupa en la jerarquía de los medios un lugar dominante y está expandiendo su modelo. El telediario, gracias especialmente a su ideología del directo y del tiempo real, ha ido imponiendo, poco a poco, un concepto radicalmente distinto de la información. Informar es, ahora, "enseñar la historia en marcha" o, en otras palabras, hacer asistir (si es posible en directo) al acontecimiento. Se trata, en materia de información, de una revolución copernicana, de la cual aún no se han terminado de calibrar las consecuencias. Esto supone que la imagen del acontecimiento (o su descripción) es suficiente para darle todo su significado.
En el límite, sobra hasta el propio periodista, en este cara a cara telespectador-historia. El objetivo prioritario, para el telespectador, es su satisfacción, no tanto comprender la importancia de un acontecimiento como verlo con sus propios ojos. Cuando esto ocurre, es una alegría. Y así se establece, poco a poco, la engañosa ilusión de que ver es comprender y que cualquier acontecimiento, por abstracto que sea, debe imperativamente tener una parte visible, mostrable, televisable. Esta es la causa de que asistamos a una emblematización reductora, cada vez más frecuente, de acontecimientos complejos. Por ejemplo, todo el entramado de los acuerdos Israel-OLP se reduce al apretón de manos entre Rabin y Arafat… Por otra parte, una concepción como ésta de la información conduce a una penosa fascinación por las imágenes "tomadas en directo", de acontecimientos reales, incluso si se trata de hechos violentos y sangrientos.
Hay otro concepto que también ha cambiado: el de la actualidad. ¿Qué es hoy la actualidad? ¿Qué acontecimientos hay que destacar en el mare magnum de hechos que ocurren en todo el mundo? ¿En función de qué criterios hay que hacer la elección? También aquí es determinante la influencia de la televisión pues es ella, con el impacto de sus imágenes, la que impone la elección y obliga, nolens volens, a la prensa escrita, a seguirla. La televisión construye la actualidad, provoca el shock emocional y condena prácticamente al silencio y a la indiferencia a los hechos que carecen de imágenes. Poco a poco se va estableciendo entre la gente que la importancia de los acontecimientos es proporcional a su riqueza de imágenes. O, por decirlo de otra forma, que un acontecimiento que se puede enseñar (si es posible, en directo, y en tiempo real) es más fuerte, más interesante, más importante, que el que permanece invisible y por tanto, su importancia es abstracta. En el nuevo orden de los medios las palabras, o los textos, no valen lo que las imágenes.
También ha cambiado el tiempo de la información. La optimización de los medios es, ahora, la instantaneidad (el tiempo real), el directo, que sólo pueden ofrecer la televisión y la radio. Esto hace vieja a la prensa diaria, forzosamente retrasada en los acontecimientos y, a la vez, demasiado cerca de los hechos para poder sacar, con suficiente distancia, todas las enseñanzas de lo que acaba de producirse. La prensa escrita acepta la imposición de tener que dirigirse no a los ciudadanos sino a los telespectadores.
Todavía hay un concepto más, un cuarto, que se ha modificado. Fundamental: el de la veracidad de la información. Hoy, un hecho es verdadero no porque corresponda a criterios objetivos, rigurosos y verificados en las fuentes, sino simplemente porque otros medios repiten las mismas afirmaciones y las «confirman»… Si la televisión (a partir de una noticia o una imagen de agencia) emite una información y si la prensa escrita, y la radio, la retoman, es suficiente para acreditarla como verdadera. De esta forma, como podemos recordar, se construyeron las mentiras de las «fosas de Timisoara», y todas de la Guerra del Golfo. Los medios no saben distinguir, estructuralmente, lo verdadero de lo falso. En este embrollo mediático, nada más en vano que intentar analizar la prensa escrita aislada de los restantes medios de comunicación. Los medios (y los periodistas) se repiten, se imitan, se copian, se contestan y se mezclan, hasta el punto de no constituir más que un único sistema de información, en cuyo seno es cada vez más arduo distinguir las especificaciones de tal o cual medio tomados por separado. En fin, información y comunicación tienden a confundirse. Demasiados periodistas siguen creyendo que son los únicos que producen información, cuando toda la sociedad se ha puesto frenéticamente a hacer lo mismo. No existe prácticamente institución (administrativa, militar, económica, cultural, social, etc.), que no se haya dotado de un servicio de comunicación que emite –sobre ella misma y sus actividades- un discurso pletórico y elogioso. A este respecto, todo el sistema en las democracias catódicas se ha vuelto astuto e inteligente, capaz de manipular sabiamente los medios y de resistirse a su curiosidad. Ahora sabemos que la «censura democrática» existe.
A todas estas deformaciones hay que añadir un malentendido fundamental… Muchos ciudadanos estiman que, confortablemente instalados en el sofá de su salón, mirando en la pequeña pantalla una sensacional cascada de acontecimientos a base de imágenes fuertes, violentas y espectaculares, pueden informarse con seriedad. Error mayúsculo. Por tres razones: la primera, porque el periodismo televisivo, estructurado como una ficción, no está hecho para informar sino para distraer; en segundo lugar, porque la sucesión rápida de noticias breves y fragmentadas (una veintena por cada telediario), produce un doble efecto negativo de sobre-información y desinformación; y, finalmente, porque querer informarse sin esfuerzo es una ilusión más acorde con el mito publicitario que con la movilización al que el ciudadano adquiere el derecho a participar inteligentemente en la vida democrática.
Numerosas cabeceras de la prensa escrita continúan, a pesar de todo, por mimetismo televisual, por endogamia catódica, adoptando las características propias del medio audiovisual: la maqueta de la primera página concebida como una pantalla, la reducción del tamaño de los artículos, la personalización excesiva de los periodistas, la prioridad al sensacionalismo, la práctica sistemática del olvido, de la amnesia, en relación con las informaciones que hayan perdido actualidad, etc. Compiten con el audiovisual en materia de marketing y desprecian la lucha de las ideas. Fascinados por la forma olvidan el fondo. Han simplificado su discurso en el momento en que el mundo, convulsionado por el final de la guerra fría, se ha visto considerablemente más complejo. Un desfase tal entre este simplismo de la prensa y la nueva complicación de la política internacional, desconcierta a muchos ciudadanos que no encuentran en las páginas de su publicación un análisis diferente, más amplio, más exigente, que el que les propone el telediario. Esta simplificación resulta tanto más paradójica, en cuanto que el nivel educativo continúa elevándose y aumentan los estudiantes superiores. Al aceptar no ser más que un eco de las imágenes televisadas, muchos periódicos mueren, pierden su propia especificidad y, como consecuencia, sus lectores.
En Le Monde Diplomatique creemos que informarse sigue siendo una actividad productiva, imposible de realizar sin esfuerzo y que exige una verdadera movilización intelectual… Una actividad tan noble en democracia, como para que el ciudadano decida dedicarle una parte de su tiempo y su atención. Si nuestros textos son, en general, más largos que los de otros periódicos y revistas, es porque resulta indispensable mencionar los puntos fundamentales de un problema, sus antecedentes históricos, su trama social y cultural, su importancia económica, para poder apreciar mejor toda su complejidad.
Cada vez más lectores aceptan esta concepción exigente de la información y son sensibles a nuestras formas, sin duda imperfectas, pero sobrias, de observar la marcha del mundo. Las notas a pie de artículo, que enriquecen los textos y permiten, eventualmente, completar y prolongar la lectura, no parecen molestarles demasiado. Al contrario, muchos ven en ellas un rasgo de honestidad intelectual y un medio para enriquecer su documentación acerca de tal o cual informe.
«Son necesarios largos años, escribe Vaclav Havel, antes de que los valores que se apoyan en la verdad y la autenticidad morales se impongan y se lleven por delante el cinismo político; pero, al final, siempre acaban ganando la batalla».
Esta seguirá siendo también nuestra paciente apuesta.